Reflexiones de media noche
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Reflexiones de media noche
Abrió los ojos de par en par, todo era oscuridad. Escuchó como, en el exterior de la habitación, el viento y la lluvia martilleaban las paredes con fuerza. Se sentía incómoda, su espalda parecía haber quedado pegada a la pared de puro insistir, sentía las piernas entumecidas que empezaban a relampaguear reiteradamente, mientras conseguían restablecer de nuevo la circulación.
Ronquidos, gruñidos y algún que otro balbuceo incomprensible escapaba de la gente, apiñada, que intentaba conservar el calor en aquella estancia. Incluso creyó percibir las risitas pícaras y divertidas de una pareja, al fondo de la sala. Suspiró y se puso de pie, no sin cierto esfuerzo. No conseguía conciliar el sueño aquella noche.
Se dirigió a la sala en donde se erigía la estatua blanca y hermosa de Manat. Se sentó en uno de los marmóreos bancos. Apoyo la barbilla entre las manos, y los codos sobre las rodillas. Pensativa, observó largo rato la imagen de la diosa, con ceño fruncido. La tensión podía cortarse, ahora mismo, con un cuchillo en la torre. Observó las manchas de sangre reseca, aun sobre las losas. Era todo lo que quedaba de él.
Como cambiaba todo en pocos días, en una semana apenas... Un día eras rescatado y al otro morías ensartado en la espada de los que fueron tus salvadores. Recordó como el hombre había abierto los ojos de par en par al notar el frío metal deslizándose limpiamente entre sus entrañas. Con sorpresa, sin ningún alarido, como si no fuera apenas capaz de creer que ese dolor visceral le pertenecía. La imagen del cuerpo sin vida, mutilado, llenó de nuevo su mente.
Meneó la cabeza de lado a lado y se preguntó porque los hombres debían acabar siempre de esa misma forma. Estuvieran donde estuvieran, fueran de un bando u otro, sin distinción de edades, sexos, razas, procedencia... siempre se matarían entre ellos. Siempre se robarían entre ellos. El dinero, el poder, el honor... movían incluso el pequeño mundo que la rodeaba. Esa tarde el sueño de una comunidad unida e ideal se había hecho añicos para siempre.
Alguien se levantó y salió al exterior, oyó como se perdían los pasos en la distancia, y la puerta cerrarse con un chirrido estridente y continuado. Siempre había alguien alrededor, pero no había abrazos cálidos y de consuelo para nadie; nunca los habría. En su mundo no estaba siquiera permitido pensar en los acontecimientos funestos. Era mejor así. El lugar que correspondía a las lágrimas y la tristeza no existía, había sido rellenado con el sudor y el esfuerzo.
Ronquidos, gruñidos y algún que otro balbuceo incomprensible escapaba de la gente, apiñada, que intentaba conservar el calor en aquella estancia. Incluso creyó percibir las risitas pícaras y divertidas de una pareja, al fondo de la sala. Suspiró y se puso de pie, no sin cierto esfuerzo. No conseguía conciliar el sueño aquella noche.
Se dirigió a la sala en donde se erigía la estatua blanca y hermosa de Manat. Se sentó en uno de los marmóreos bancos. Apoyo la barbilla entre las manos, y los codos sobre las rodillas. Pensativa, observó largo rato la imagen de la diosa, con ceño fruncido. La tensión podía cortarse, ahora mismo, con un cuchillo en la torre. Observó las manchas de sangre reseca, aun sobre las losas. Era todo lo que quedaba de él.
Como cambiaba todo en pocos días, en una semana apenas... Un día eras rescatado y al otro morías ensartado en la espada de los que fueron tus salvadores. Recordó como el hombre había abierto los ojos de par en par al notar el frío metal deslizándose limpiamente entre sus entrañas. Con sorpresa, sin ningún alarido, como si no fuera apenas capaz de creer que ese dolor visceral le pertenecía. La imagen del cuerpo sin vida, mutilado, llenó de nuevo su mente.
Meneó la cabeza de lado a lado y se preguntó porque los hombres debían acabar siempre de esa misma forma. Estuvieran donde estuvieran, fueran de un bando u otro, sin distinción de edades, sexos, razas, procedencia... siempre se matarían entre ellos. Siempre se robarían entre ellos. El dinero, el poder, el honor... movían incluso el pequeño mundo que la rodeaba. Esa tarde el sueño de una comunidad unida e ideal se había hecho añicos para siempre.
Alguien se levantó y salió al exterior, oyó como se perdían los pasos en la distancia, y la puerta cerrarse con un chirrido estridente y continuado. Siempre había alguien alrededor, pero no había abrazos cálidos y de consuelo para nadie; nunca los habría. En su mundo no estaba siquiera permitido pensar en los acontecimientos funestos. Era mejor así. El lugar que correspondía a las lágrimas y la tristeza no existía, había sido rellenado con el sudor y el esfuerzo.
Neisseria- Cantidad de envíos : 566
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