Juliet, la vida intensa.
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Juliet, la vida intensa.
Este es el principio de la historia de una mujer, que vivió la vida conforme entendía que había que vivirla, intensamente ... y lo consiguió.
Margaret era sacerdotisa del culto, pero no era una sacerdotisa como las demás. Mientras las otras mujeres acataban las ordenes de sus superiores bajando la mirada y guardando silencio, Margaret le hubiera plantado cara, si hubiera sido necesario, al mismísimo Damian si levantara la cabeza. Sus rasgos oscuros le daban aún más aspecto de dureza, le daban genio y personalidad a un temperamento ya temperamental. En el culto se la miraba con recelo, no gustaba su indisciplina, su saltarse las normas por muy justificadas que Margaret quisiera hacer ver. No hubiera dudado ni un segundo en empuñar un cuchillo si alguien se hubiera atrevido a acercarse a sus niños, niños que habían quedado solos y desamparados.
Pero Margaret no era siempre así. Las marcas de su entrecejo se borraban cuando estaba con sus niños, los ojos se le iluminaban cuando los veía corretear o reír al pisar un charco. Sonreía cuando por las noches, antes de dormir, les contaba historias sobre como la wyverna consiguió escapar de sus perseguidores, de cómo nació la ciudad de Rostow y de cómo el gran Damian protegió a sus habitantes de la plaga. Ellos la escuchaban con la boca abierta, parecía que no quisieran ni parpadear para no perder detalle de cada gesto, de cada movimiento rápido de sus manos para darle más énfasis a sus historias.
- ¿Qué tienes Juliet? ¿Otra pesadilla?
- Si, Margaret – Le decía la niña, mientras con el puño se frotaba un ojo de su cara pucherosa. – Sigo viendo mi casa arder y echar humo, mientras mis padres siguen dentro y no los veo salir.
- Ay, mi principesa, que la diosa de las pesadillas no te abandona por las noches. Ven y duerme conmigo – le decía mientras levantaba las sábanas gastadas de su cama – que yo te velaré el sueño. ¿Te he dicho alguna vez que si hubiera tenido una niña, habría sido como tú?. – sonreía dulcemente mientras enredaba un dedo en un rizo de Juliet.
- Si, Margaret. Me lo has dicho ya muchas veces. Porque tengo el pelo oscuro como tú… porque tengo rizos como tú… porque tengo los ojos negros como tú… y porque tengo el mismo genio que tú. Pero… a ti si te hago caso – mirándola de refilón y subiendo el labio inferior- ¿A que si, Margaret? ¿a que si?... De mayor quiero ser como tú.
- ¿Negra y molesta como una cucaracha?
Juliet soltaba una gran risotada. Hasta que entre risas y cariños de Margaret, Juliet por fin conseguía conciliar el sueño.
Una noche las pesadillas volvieron a los sueños de Juliet, como siempre que pasaba, se dirigió frotándose las lágrimas con el puño a la habitación de Margaret. Pero Margaret esa noche no estaba allí. Salió de la habitación en su busca, no pararía hasta encontrarla. Sigilosamente fue recorriendo habitación por habitación, hasta que en una de ellas encontró a Margaret. Estaba tirada en el suelo, su pelo sudaba y respiraba con dificultad. Rápidamente, la pequeña fue a buscar ayuda y devolvieron a la sacerdotisa a su cama. Juliet no soltaba la mano de Margaret ni un segundo, mientras que un curandero la examinaba. La mirada de este y el movimiento de cabeza negando indicaba que ya no podía hacer nada más por la mujer, solo quedaba esperar. La pequeña ocupaba las horas en empapar paños en agua fría e intentar así bajar la fiebre, pero el frío, la humedad y los enfriamientos mal cuidados habían pasado factura.
Juliet salió a la calle entre lágrimas y sollozos. Cuando cerraba los ojos veía el pelo mojado de Margaret. En su cabeza ya no rondaba la pesadilla de un recuerdo, su cabeza rondaba algo que había sucedido tan solo un instante antes detrás de esas paredes. Su querida Margaret, su adorada Margaret, la mujer que tanto había influido en su vida, la mujer que le había hecho tan feliz la niñez que se aventuraba desgraciada, la mujer que le había enseñado y contado tantas cosas, había muerto delante de sus ojos, lo mismo que lo habían hecho sus padres unos años atrás.
Asustada, nerviosa, indefensa, insegura, amargamente triste…. agotada, por fin, la pequeña principesa consiguió dejar de llorar. Se limpió las lágrimas con los puños y con las pestañas aún mojadas miró alrededor. Vio a un carpintero pulir un taco de madera con una garlopa, a un jovenzuelo con sonrisa pícara coquetear con una muchacha ruborizada, mientras con la mano izquierda le sisaba la bolsa de dinero, a un caballero con aire altanero tratar con un herrero que movía con gesto rápido un trozo de armadura abollada… Juliet bajó la cabeza y sonrió.
Margaret era sacerdotisa del culto, pero no era una sacerdotisa como las demás. Mientras las otras mujeres acataban las ordenes de sus superiores bajando la mirada y guardando silencio, Margaret le hubiera plantado cara, si hubiera sido necesario, al mismísimo Damian si levantara la cabeza. Sus rasgos oscuros le daban aún más aspecto de dureza, le daban genio y personalidad a un temperamento ya temperamental. En el culto se la miraba con recelo, no gustaba su indisciplina, su saltarse las normas por muy justificadas que Margaret quisiera hacer ver. No hubiera dudado ni un segundo en empuñar un cuchillo si alguien se hubiera atrevido a acercarse a sus niños, niños que habían quedado solos y desamparados.
Pero Margaret no era siempre así. Las marcas de su entrecejo se borraban cuando estaba con sus niños, los ojos se le iluminaban cuando los veía corretear o reír al pisar un charco. Sonreía cuando por las noches, antes de dormir, les contaba historias sobre como la wyverna consiguió escapar de sus perseguidores, de cómo nació la ciudad de Rostow y de cómo el gran Damian protegió a sus habitantes de la plaga. Ellos la escuchaban con la boca abierta, parecía que no quisieran ni parpadear para no perder detalle de cada gesto, de cada movimiento rápido de sus manos para darle más énfasis a sus historias.
- ¿Qué tienes Juliet? ¿Otra pesadilla?
- Si, Margaret – Le decía la niña, mientras con el puño se frotaba un ojo de su cara pucherosa. – Sigo viendo mi casa arder y echar humo, mientras mis padres siguen dentro y no los veo salir.
- Ay, mi principesa, que la diosa de las pesadillas no te abandona por las noches. Ven y duerme conmigo – le decía mientras levantaba las sábanas gastadas de su cama – que yo te velaré el sueño. ¿Te he dicho alguna vez que si hubiera tenido una niña, habría sido como tú?. – sonreía dulcemente mientras enredaba un dedo en un rizo de Juliet.
- Si, Margaret. Me lo has dicho ya muchas veces. Porque tengo el pelo oscuro como tú… porque tengo rizos como tú… porque tengo los ojos negros como tú… y porque tengo el mismo genio que tú. Pero… a ti si te hago caso – mirándola de refilón y subiendo el labio inferior- ¿A que si, Margaret? ¿a que si?... De mayor quiero ser como tú.
- ¿Negra y molesta como una cucaracha?
Juliet soltaba una gran risotada. Hasta que entre risas y cariños de Margaret, Juliet por fin conseguía conciliar el sueño.
Una noche las pesadillas volvieron a los sueños de Juliet, como siempre que pasaba, se dirigió frotándose las lágrimas con el puño a la habitación de Margaret. Pero Margaret esa noche no estaba allí. Salió de la habitación en su busca, no pararía hasta encontrarla. Sigilosamente fue recorriendo habitación por habitación, hasta que en una de ellas encontró a Margaret. Estaba tirada en el suelo, su pelo sudaba y respiraba con dificultad. Rápidamente, la pequeña fue a buscar ayuda y devolvieron a la sacerdotisa a su cama. Juliet no soltaba la mano de Margaret ni un segundo, mientras que un curandero la examinaba. La mirada de este y el movimiento de cabeza negando indicaba que ya no podía hacer nada más por la mujer, solo quedaba esperar. La pequeña ocupaba las horas en empapar paños en agua fría e intentar así bajar la fiebre, pero el frío, la humedad y los enfriamientos mal cuidados habían pasado factura.
Juliet salió a la calle entre lágrimas y sollozos. Cuando cerraba los ojos veía el pelo mojado de Margaret. En su cabeza ya no rondaba la pesadilla de un recuerdo, su cabeza rondaba algo que había sucedido tan solo un instante antes detrás de esas paredes. Su querida Margaret, su adorada Margaret, la mujer que tanto había influido en su vida, la mujer que le había hecho tan feliz la niñez que se aventuraba desgraciada, la mujer que le había enseñado y contado tantas cosas, había muerto delante de sus ojos, lo mismo que lo habían hecho sus padres unos años atrás.
Asustada, nerviosa, indefensa, insegura, amargamente triste…. agotada, por fin, la pequeña principesa consiguió dejar de llorar. Se limpió las lágrimas con los puños y con las pestañas aún mojadas miró alrededor. Vio a un carpintero pulir un taco de madera con una garlopa, a un jovenzuelo con sonrisa pícara coquetear con una muchacha ruborizada, mientras con la mano izquierda le sisaba la bolsa de dinero, a un caballero con aire altanero tratar con un herrero que movía con gesto rápido un trozo de armadura abollada… Juliet bajó la cabeza y sonrió.
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