Senderos de Cenizas
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Anne du Valois

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Mensaje  Guinevere Vie Mayo 14, 2010 10:32 am

Anne colgó su arco al hombro y levantó el hurón, examinando con ojo crítico la flecha que lo atravesaba. El disparo había sido limpio y directo al corazón, el animal había caído abatido al instante. Satisfecha, asintió para sí misma con la cabeza. No le gustaba hacer sufrir a las bestias, salvajes o domesticadas. Los animales eran creaciones de los dioses tan benditas como los humanos, si bien menos inteligentes… al menos algunos. Echó el cuerpo inerte del animal en su mochila y se sacudió las manos, mientras calculaba cuánto tiempo le restaba antes de que su madre comenzara a echarla en falta. Poco, sin duda. Suspiró resignadamente y decidió no tentar más a la suerte. Desató a su caballo del nogal bajo el cual lo había dejado pastando plácidamente y montó con un ágil movimiento, azuzándolo con las piernas. El sol había comenzado a ponerse, aunque seguía habiendo suficiente luz en el Bosque de Niuby. Antes de que oscureciese debía estar visible y presentable en la corte, o saltarían chispas. Tarareó una cancioncilla mientras veía acercarse los muros de Rostow a lomos de su palafrén, que movió las orejas hacia atrás como si la melodía le fuese grata. Anne sonrió y le palmeó el cuello cariñosamente. Un animal noble donde los haya, el caballo, fiel amigo del guerrero, comerciante o dama por igual.

La entrada al establo de palacio estaba desierta, otro golpe de suerte. No era necesario que nadie la viera aparecer, vestida de muchacho y con ropas de plebeyo. No solía salir de esta guisa a menudo por miedo a las represalias, pero no cabía duda de que era mucho más seguro y práctico que pasearse con sus ropajes elegantes y zapatitos de tacón. Una dama en medio del bosque llama mucho más la atención que un simple mozalbete púber en el que muchos ni siquiera reparan. Descabalgó y condujo a su montura hacia el hueco correspondiente, donde antes de salir había dejado su vestido envuelto en un hatillo bajo el heno. Antes de cambiarse, no obstante, y dado que no había mozos a la vista, descinchó a su caballo y le quitó bocado, riendas y silla, dejándolos sobre la pared del cubil. El animal volvió la cabeza y restregó el hocico contra sus manos, relinchando suavemente.

- Ya sé lo que quieres, pero no puedo entretenerme contigo… ah, de acuerdo, una sola, ¿me has oído?

Sonriendo, abrió su mochila y sacó de ella una manzana roja que ofreció sobre su palma abierta. El caballo la tomó delicadamente, haciéndole cosquillas en la mano y arrancándole otra sonrisa. Estaba cerrando de nuevo la mochila cuando oyó las voces a la entrada del establo, quedas pero distinguibles.

– … y no creas que pasaré por alto semejante afrenta.
– ¿Estás seguro de que era él?

Anne se quedó inmóvil, parapetada detrás del caballo. Las dos voces se acercaban hacia donde ella se encontraba, pero se detuvieron a medio camino. Protegida por el cuerpo del animal, miró por encima de su lomo e intentó identificar a las dos figuras. Nobles, por su acento y sus amplias capas que les cubrían de pies a cabeza. No obstante, la penumbra del interior hacía imposible reconocerles. Contuvo la respiración y siguió escuchando en silencio.

Por supuesto que era él… – el tono del primer hombre era áspero y despreciativo, airado. – Ese miserable mozalbete con aspiraciones… por Gibil, te juro que esto no quedará así. Le haré morder el polvo, a él y a toda su patética cohorte de muertos de hambre.
– Una cura de humildad no le vendría mal. Una mano cortada, quizá la derecha… para que aprenda a manejar esa arma con la zurda.

Se oyó una risa maliciosa. Anne sintió de repente un escalofrío, y la súbita impresión de estar escuchando algo siniestro la invadió con certeza. No sabía quiénes eran los dos hombres pero algo en ellos le inspiraba un profundo temor. Se percató de que, si en ese momento la descubrían, podría tener más de un problema. Moviéndose muy despacio, se colocó la mochila a la espalda y cogió el hatillo con su ropa, agazapándose cerca de la puerta del cubil. En cuanto se alejaran un poco se escabulliría por la salida trasera y saltaría la valla que la separaba de la calle.

– Eso para el mocoso, pero no es el único culpable. Si no les consintieran esos aires desde palacio, no se habría llegado a esta situación.

Cuidado… hablamos del Rey – el otro hombre bajó el tono de voz hasta resultar casi inaudible. Anne contuvo la respiración.

El Rey… es un chiquillo sin conocimiento – de nuevo la primera voz, cargada de furia contenida. – No es él sino sus consejeros y toda esa corte de nobles mendicantes, ansiosos por recuperar lo que no les pertenece.

– Que vos digáis eso…

– Lo digo, y lo afirmo, pues quien no se gana el respeto de sus iguales no merece los títulos y posesiones asociadas a su nombre.

– El puente está a punto de abrirse, y con él la posibilidad de recuperar los feudos… todos están ansiosos por escapar.

– No todos. Pero cuando salgan, lo que les espera tal vez no sea exactamente lo que tienen previsto… y os aseguro que más de uno no volverá para contarlo.

Anne miró las dos figuras situadas a escasos metros y calculó sus posibilidades. Ahora le daban la espalda, tal vez… antes de que pudiera tomar la decisión, un movimiento en la entrada hizo que ambos enmudecieran. Erik, el mozo de cuadras, entró cargando unos fardos de heno y se frenó en seco al ver a los dos hombres.

– Mis señores… no os había visto. ¿Deseabais algo?

Así es – el segundo le hizo una seña imperiosa. –Prepara mi caballo, parto de inmediato. ¿Qué diantres estabas haciendo? Llevamos esperando un buen rato.

Lo siento, mi señor, no sabía… - el mozo soltó el heno y se apresuró con voz temblorosa. Para horror de Anne, avanzó directamente hacia el cubil donde se encontraba escondida. Se detuvo en el de al lado y lo abrió, sacando a un brioso corcel oscuro que relinchó irasciblemente y golpeó la puerta con sus flancos. El mozo trastabilló y casi se tropezó con ella, que seguía agazapada y con el cuerpo en tensión a la espera del momento para salir corriendo.

Ese momento, al parecer, había llegado. El segundo hombre avanzó hasta el caballo y lo sujetó por las crines, evitando a duras penas que pisoteara al aturdido Erik. Eso lo colocó directamente frente a Anne y, pese a que no la miraba, la muchacha se percató de que su tiempo se había acabado. Saltando como un resorte, corrió como una exhalación por el entablado cubierto de heno oyendo las exclamaciones de sorpresa detrás de ella. Segundos más tarde, escuchó como uno de los hombres gritaba para que se detuviera pero, lejos de obedecer, aceleró aún más y con el impulso saltó limpiamente por encima de la valla que separaba establo de la calle empedrada. Cayó de pie, o casi, al otro lado, y no esperó ni siquiera a mirar a sus espaldas. Siguió corriendo hasta doblar la esquina y rodeó el muro de palacio, adentrándose en los jardines. Ya casi había oscurecido y estaban vacíos, Alleta sea loada. Se escondió tras unos rosales y esperó jadeando y aguzando el oído. Nada. Echó un vistazo alrededor, ni rastro de perseguidores. Al fin respiró un poco. Por los dioses, había estado cerca. Dio gracias fervientemente a sus ropas, que sin duda habían logrado encubrir su identidad. ¡Sus ropas! Miró frenéticamente en torno a sí, pero el hatillo había desaparecido. No podía recordar si lo llevaba en la mano al salir corriendo o se le había caído con el frenesí de la huída. Por los Siete… su vestido no delataba su identidad, pero sí que se trataba de una dama… se mordió el labio, pensando cómo recuperarlo. Al fin decidió que no era sensato ni prudente acercarse al establo en esos momentos. Tal vez los hombres se hubieran ido, pero Erik podía seguir allí… Erik, ¿la habría reconocido él? Esperaba que no…

Anne salió del jardín y se acercó lo más inconspicuamente posible a la entrada de palacio. Tuvo bastante suerte y logró pasar inadvertida, alcanzando su habitación sin ser vista. Una vez dentro, se desvistió a toda prisa y escondió su camisa y pantalones en el fondo del baúl, lavándose en la jofaina cara, brazos y torso. No había tiempo para más, y los golpeteos en la puerta de su cuarto así se lo demostraron.

¡Anne! ¿Estás ahí? ¡Abre de inmediato!

¡Voy, madre!

Se enfundó el vestido color malva y gris y lo abotonó con una mano mientras con la otra peinaba su alborotado cabello. El golpeteo en la puerta se volvió más furioso.

¡Anne!

Abrió de golpe con su mejor sonrisa. El ceño de su progenitora, no obstante, no disminuyó en lo más mínimo.

¿¡Dónde has estado!? El profesor de música me ha dicho que no has llegado a su clase. ¿Así esperas mejorar tu educación? Todas las muchachas nobles saben tocar al menos un instrumento, y tú…

Madre, no todas…

¡Y qué! Tú, con esa voz que los dioses te han concedido, deberías aprovechar tus dones… toda mujer debe saber sacar partido de sus habilidades y explotarlas en su beneficio…

Madre, yo tengo habilidades…

¡…no me refiero a utilizar el arco! Eso es poco femenino, te lo he dicho mil y una veces. Me da igual lo que diga tu padre, las damas no necesitan saber defenderse ni cazar, para eso tienen a sus maridos.

Anne hizo una mueca a escondidas y soportó el chaparrón con resignación. No era nada nuevo ni tampoco sería el último. Cassandra Bellanti creía fielmente en las virtudes de una educación tradicional para las jóvenes nobles de la corte, más aún para aquellas que, como Anne, pertenecían a casas menores y cuya máxima aspiración era realizar buenos matrimonios. Repitió dócilmente que no volvería a perderse una clase del maestro Violanti, y prometió bajar a tiempo para la cena. Cuando la puerta se cerró, suspiró y se dejó caer de espaldas en la cama. Las palabras de los dos hombres del establo seguían resonando en sus oídos, y de pronto sintió miedo. ¿Y si la reconocían?

No, imposible…

Se preguntó si debería contarlo a alguien. François, su hermano más joven, era con quien más confianza tenía. Pero, en realidad, ¿qué había oído? No sabía de quién hablaban, ni quiénes eran… pero su instinto femenino le decía que no eran nobles cualesquiera y que, se tratara de lo que se tratase, algo turbio y siniestro se derivaría de aquella conversación. Por otro lado, no se atrevía a indagar preguntando a Erik, pues ello equivaldría a exponerse… pero debía recuperar su vestido a toda costa.

Tal vez François pudiera ayudarla. Él sabía de su afición por disfrazarse de vez en cuando, incluso alguna vez habían salido juntos mientras ella simulaba ser su criado (Anne recordó en concreto la excursión a la taberna de Malfario, donde una joven noble sola no debería poner nunca el pie), así pues podía explicarle el extravío de su vestido sin temor a furibundas reprimendas. Y François era un conquistador redomado… seguro que podía preguntar por una prenda femenina abandonada en un establo sin levantar más sospechas que risas maliciosas.

Un poco más animada, se incorporó y se acercó a la ventana desde donde podía contemplar el patio interior de palacio. Unos cuantos nobles se paseaban a esas horas ya vestidos y preparados para la hora de la cena, hablando entre ellos, pero no divisó a ninguno de sus hermanos. André estaría seguramente aún espada en mano, su entrenamiento era lo único que ocupaba sus pensamientos día y noche. Tanto esfuerzo para llegar a ser caballero… su padre, hombre tan pragmático como devota era su esposa, había intentado reconducirle hacia la senda de la diplomacia, asegurándole que el futuro del heredero del título no tenía necesariamente que estar ligado a las armas… sin éxito. André pasaba demasiado tiempo con jóvenes nobles de otras casas, escuderos como él, que a diferencia de él sin embargo tenían aspiraciones de recuperar tierras antaño pertenecientes a la familia. François, por su parte, no mostraba apego por la carrera de las armas más allá de lo necesario para batirse en duelos o hacer expediciones de caza mayor, pero tampoco estaba ansioso por explorar nuevos horizontes, la vida en la ciudad le parecía suficientemente entretenida.

Anne sabía que la apertura de ese puente cambiaría las vidas de todos. Muchos saldrían rumbo a lo desconocido… y ella tenía la intención de hacerlo, antes o después. No pasaría el resto de su juventud entre estos muros, y tampoco la consagraría a la búsqueda de maridos que aseguraran su sustento. La nobleza no excluye los negocios, si son negocios dignos y honrados, había oído a su padre decir en numerosas ocasiones. Para Anne, casarse con un noble para vivir cómodamente era un negocio mucho más indigno que comerciar con bienes, aunque esto no podía decirlo en presencia de su madre y hermana mayor. Suspiró ligeramente y se retiró de la ventana, dispuesta a afrontar otra aburrida velada nocturna.

***

El hombre miró el fardo tirado a sus pies y apretó sus finos labios, endureciendo aún más si cabe la expresión de su rostro ceñudo. El jovenzuelo había salido casi de entre sus piernas, y no cabía duda de que se hallaba allí espiando la conversación. No había podido alcanzarle antes de que desapareciera tras la valla, pero… se inclinó y atrapó el hatillo, sujetándolo bajo el brazo y cubriéndolo con su capa. No había supuesto que estuviera siendo vigilado, pero si así era… tal vez el momento de actuar estuviese más cerca de lo previsto.

Con un gesto marcial, dio media vuelta y se dirigió hacia la calle, rumbo a palacio.
Guinevere
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