Senderos de Cenizas
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Elya

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Mensaje  Guinevere Vie Mayo 14, 2010 10:26 am

remedio común para purgación de impurezas del cuerpo y alivio de los malestares de la vejiga. Se recomienda masticar dos bayas al día para mejorar la evacuación de orines. El enebro es común en laderas secas, pedregosas y soleadas, se distingue sin dificultad por sus hojas espinosas y bayas verdes que al madurar se tornan negras y presentan numerosas propiedades curativas. De sabor aromático y olor a quemado característico, estas bayas se utilizan en la preparación de diversos

¿Olor a quemado…? Un momento, eso no… ¡Oh, no! Elya levantó los ojos del manuscrito y se incorporó bruscamente, dejando el taburete tambaleándose mientras ella se precipitaba hacia la cocina y buscaba con ojos desesperados un paño para asir la cazuela que humeaba sobre el fuego. Unos segundos preciosos se esfumaron hasta localizarlo enterrado bajo una pila de cebollas. En todo caso, para cuando pudo retirarlo el sofrito de alas de pichón y verduras no tenía salvación alguna. Elya contempló compungida los restos carbonizados de su próximo almuerzo. Había querido prepararle a su padre los pichones escabechados que tanto le gustaban, pero el escabeche se le había agriado demasiado, así que decidió brasearlos… y ahora se asemejaban más a las brasas que a los animales que habían sido hace escaso tiempo. Ni siquiera el perro se comerá esto…

Los pasos de su padre en el vestíbulo la sacaron de su abatimiento. Demasiado tarde para deshacerse de las pruebas de su negligencia. El espeso humo negro que desprendía la cazuela se había extendido por toda la cocina y el penetrante olor amenazaba con avergonzarla ante todo el vecindario.

- ¡Elya! ¿Qué ha ocurrido aquí? – la voz de su padre, normalmente serena, sonó más alarmada que de costumbre. Su presencia reconfortante llenó el dintel de la puerta. Al percatarse de la situación, cabeceó con más resignación que enojo. – ¿Otra vez has dejado quemarse la comida, hija? Deberías tener más cuidado, un día podría arder toda la casa ¿no te das cuenta?

- Me doy cuenta, padre, y lo lamento mucho – le respondió con sincero arrepentimiento. – No volverá a ocurrir, es sólo que…

- Es sólo que estabas ensimismada con los libros en vez de atender a los fogones – suspiró él, entrando a la cocina y colocando sobre la mesa la cesta de mimbre que llevaba en la mano. – Te he dicho muchas veces que los libros no te darán de comer, niña, más vale que aprendas a coser, a cultivar el huerto y, ya que pedimos cosas útiles, a regatear en la plaza del mercado.

Elya ya no escuchaba a su padre. Su interés se había desplazado hacia la cesta y sus contenidos, ramilletes de hierbas, flores y raíces de diversa índole que hubieran aromatizado de inmediato la estancia de no haber sido por el olor a carbonizado reinante. Sus finos y ágiles dedos se deslizaron por las hojas afelpadas, acariciaron los pétalos trémulos y reconocieron los tubérculos húmedos y aún recubiertos de tierra. Té de montaña, salvia, albahaca, aciano, endrinas… Sus ojos reconocían las formas y colores mientras en su cabeza resonaban las propiedades y cualidades de cada una de ellas. Vigorizante para los músculos, remedio para la tos, tónico estomacal… Se detuvo al descubrir en el fondo unas setas extrañas, muy negras y de aspecto delicado que no recordaba haber visto nunca.

- Ésta no la reconozco, padre… - se la llevó a la nariz y aspiró, el aroma era tenue pero agradable, a bosque y hojas muertas y musgo.

- No toques eso – se sorprendió al oír el tono áspero en la voz de su padre, él jamás la reprendía por examinar las hierbas que recolectaba ni por leer sus tratados de botánica y de plantas medicinales. En el fondo, Elya sabía que se sentía secretamente orgulloso de ella por su interés y su capacidad de aprendizaje, aunque lo ocultase bajo una pátina de indulgencia.

Volvió a colocar el extraño hongo en el fondo y miró con aprensión a su padre. Éste frunció el ceño y apartó la cesta de sus manos, sin dejar de observar el contenido. Parecía más incómodo que enojado. – Son un encargo. Muy raras y muy valiosas… no deben estropearse.

Elya decidió no preguntar más. Habitualmente, todas las plantas raras y valiosas eran objeto de discusión y a menudo iban acompañadas de una disertación acerca de sus propiedades, usos, características e interés. Pese a sus constantes aseveraciones sobre la inutilidad que ese conocimiento representaba para ella, en la práctica su padre solía dedicar gran parte de sus ratos libres a instruirla en el arte que era su mayor especialidad. Desde la muerte de su madre, en especial, ya que ésta no consideraba apropiado para una jovencita pasar las horas muertas leyendo viejos libros polvorientos, dibujando hojas y tallos y tomando notas. Hasta ese momento, el contacto de Elya con las plantas y los libros había sido furtivo, cuando, encargada de ordenar estanterías y limpiar el polvo de los tomos, robaba minutos dedicados a ojear y curiosear entre los objetos prohibidos de su padre. Así pues, curiosamente y contra todo pronóstico, el fallecimiento de su madre no había supuesto para la hija menor el abandono de toda aspiración erudita sino más bien lo contrario: las labores culinarias y las tareas domésticas a menudo debían esperar mientras ella y su padre dedicaban largos ratos a su particular interés común. En buena medida, esto contribuyó a mitigar la carencia que ambos sintieron tras su pérdida y a aliviar el duelo que otros miembros de la familia acusaran tal vez menos agudamente.

De sus tres hermanos mayores, sólo uno quedaba en casa con ella cuando su madre acabó sus días de vida aquejada de un mal de corazón. Cynric, por aquel entonces de 17 años, no sentía interés alguno por el estudio de las hierbas ni, de hecho, por estudio alguno. Pese a ser la última baza de su padre, que en vano trató de inculcarle el oficio que deseaba dejar en herencia familiar, Cynric tardó muy poco tiempo en alistarse como mozo de cuadra en las dependencias de la Orden, donde ya se encontraban sirviendo sus dos hermanos. El que hasta entonces había sido ojito derecho de sus progenitores halló la vía de escape que deseaba para abandonar lo que consideraba una rutinaria existencia y buscar la aventura entre la soldadesca. Así fue como Elya pasó de ser la ignorada hija menor a la más insospechada y no por ello menos aplicada alumna, y así fue como su padre por fin encontró a quien impartir los conocimientos tantos años acumulados en su oficio.

Mientras se deshacía de los restos calcinados de pichón y aireaba la cocina, Elya no pudo por menos que considerar, como ya lo había hecho numerosas veces, la forma en que el destino puede cambiar por completo los senderos por los que discurre la vida, y cómo la desgracia es a menudo el heraldo de la oportunidad y el dolor la antesala de la madurez. No pasaría mucho tiempo antes de que estos pensamientos se grabaran de nuevo a fuego en su mente.

Finalmente, un guiso de verduras y una compota de fruta hicieron las veces de almuerzo. Cuando tras recoger y fregar pudo volver de nuevo al estudio a examinar las recientes adquisiciones de su padre, Elya comprobó que los extraños hongos ya no se encontraban en la cesta.

***

No fue sino tiempo más tarde, y una vez desencadenada la tragedia, que Elya intuyó la relación entre la visita de su hermano y los acontecimientos que luego tendrían lugar. Fendrel raramente visitaba el hogar paterno desde que ocho años antes ingresara como acólito del Culto y se dedicara en cuerpo y alma al estudio de las artes curativas y la veneración a los dioses. Cuando accedió al rango de capellán su madre aún vivía y ésa fue la última vez que le vieron, la última vez que toda la familia se reunió, de hecho. Elya recordaba la emoción y orgullo con que sus padres recibieron al primogénito aquel día. Cuando su madre falleció, Fendrel se encontraba en campaña y no pudo acudir a la incineración. Semanas más tarde recibieron una misiva en la que brevemente les transmitía su afecto y condolencias, al tiempo que lamentaba su imposibilidad para abandonar la misión a la que se encontraba dedicado por entero. Incluso la adolescente Elya percibió la decepción y pesar en el rostro de su padre al leer sus letras.

Al verle atravesar el rellano de la casa su primera reacción fue de alarma. Durante unos segundos no le reconoció, en parte debido a la túnica con que se envolvía y que oscurecía sus facciones. Parecía un extraño amenazador, e instintivamente dio un paso atrás y se preparó a dar la voz de alarma. Él debió percibir su temor y retiró la capucha, descubriendo un rostro duro y anguloso con una sombra de barba.

- Soy yo. Estoy buscando a padre. ¿Está en casa?

Ni un saludo, ni un gesto afectuoso, nada de “has crecido, hermanita” ni frivolidades de ese género. Fendrel siempre había sido seco y poco dado a las cortesías gratuitas. Su fe y su maza eran sus aliadas y amantes. Las únicas, si lo que bromeaba Leo era cierto. Su padre había esbozado un gesto adusto ante este comentario jocoso, aduciendo que en la carrera del sacerdocio no había lugar para diversiones de la carne. Leo había escondido la sonrisa burlona tras la manga, pero a Elya no le pasó desapercibida. El segundo de los hermanos, sargento de la Orden y jaranero por naturaleza, era famoso por su buen talante, gallardía y afición por las faldas. Ambos hermanos compartían no obstante la vocación por el ejército, por lo cual habían terminado sirviendo juntos a Etrania, si bien sus caracteres eran tan opuestos como el agua y el vino.

- Está en el huerto… ¿deseas que vaya a buscarle?

- Iré yo mismo – con un gesto de la mano, Fendrel rechazó su oferta y salió por la puerta en dirección a la parte trasera de la casa, donde se encontraba el pequeño jardín que su padre utilizaba para cultivar algunas especies particularmente útiles o que precisaban de cuidados especiales. Elya no le siguió, pues estaba convencida de que su presencia no sería bienvenida. No le extrañó ver entrar más tarde a su padre y advertir que venía solo. Las despedidas también formaban parte de esa retahíla de cortesías absurdas que su hermano omitía sin ambages.

Pese a su marcada hosquedad Fendrel era en otros aspectos un hijo responsable y ejemplar, motivo por el cual Elya jamás le condenaba en su fuero interno. El primogénito enviaba todos los meses parte de su estipendio para contribuir a los gastos familiares, sin lo cual les hubiera resultado difícil subsistir. La casa donde vivían era compartida con otras familias, pero ellos tenían en arrendamiento la planta baja completa y el jardín colindante, lo cual les convertía a efectos prácticos en privilegiados frente a sus vecinos y amigos. Las ganancias de su padre por sí solas no hubieran bastado para sufragar este gasto y, pese a que Elya había querido contribuir de alguna forma, su padre se había negado tajantemente a que buscara un empleo. Esta actitud obedecía, ella sospechaba, a deseos expresos de su difunta madre. Ésta había sido en su juventud doncella de una noble dama de Rostow, y albergaba para su hija esperanzas de similar calibre. Esperanzas que Elya no compartía, pues sus aspiraciones quedaban muy lejos de vestir y peinar a damas de la corte. Su madre sabía dónde debía buscar a la pequeña de la casa cuando ésta se escabullía: sentada bajo la mesa del estudio, o encaramada al alféizar de la ventana, con un gran tomo lleno de dibujos, mapas y letras ornamentadas entre manos. A menudo sin peinar y con un siete en la falda, lo cual le había acarreado no pocos azotes y reprimendas. Esto curiosamente había cambiado de manera drástica al fallecer su madre. Al mismo tiempo que los ratos dedicados a la lectura y estudio aumentaban bajo el consentimiento paterno y sin la censura de antaño, la dedicación prestada a su aseo personal y otras labores domésticas también se acrecentaba. Elya tomó consciencia de la necesidad de ser y parecer una joven educada y una hija obediente y aplicada. Las detestadas artes culinarias eran su obligación y cuidar de su padre una prioridad. Pese a que en su fuero interno ardiera la llama del conocimiento inalcanzado, los lazos familiares seguían siendo más fuertes. No así los de su hermano Cynric, que huyó de la rutina tan pronto tuvo oportunidad. Gracias a los dioses que Leo controlaba las tareas y actos de su imprudente y alocado hermano menor, pues si algo caracterizaba al inquieto espíritu de Cyn era el escaso buen juicio y su propensión a buscar problemas. De haber tenido que depender de ambos, la situación económica de la familia hubiese hecho aguas muy pronto. Leo enviaba dinero de cuando en cuando, pero era tan irregular como dispar en aportaciones, pues muchos meses sus gastos superaban a sus ingresos. Cyn, por otro lado, no ganaba apenas para mantenerse y estaba obsesionado por adquirir las mejores armaduras posibles para su – escaso – rango, lo cual le mantenía en perpetua deuda con los mercaderes.

Así pues, el día que arrestaron a Fendrel fue también el día en que su supervivencia quedó en suspenso.

Elya nunca sabría con exactitud los motivos. Si su padre los supo, sólo cabía elucubrar, pero los hechos posteriores hacían intuir que así fue. La pesadilla se desencadenó apenas un par de semanas tras su última e inesperada visita. Fue Leo quien envió la misiva, breve y concisa, destilando enojo e incredulidad. Conociendo a su hermano, Elya sabía que removería cielo y tierra hasta descubrir las causas y los implicados. Leo podía parecer y comportarse como un vividor inconsciente, pero tras esa fachada se ocultaba una profunda lealtad y sentido del honor. Sin contar con el hecho de que el arresto de su hermano mayor mancillaba considerablemente su propia carrera en la Orden. Por lo poco que les había escuchado decir y los rumores que corrían entre el populacho, las desavenencias y rivalidades en el seno del ejército eran tan comunes como entre los mercaderes de la plaza, pero a menudo más despiadadas. Elya tenía constancia del desprecio que a menudo sufrían los sargentos y capitanes por parte de los caballeros de la Orden, que se creían superiores en base a su origen noble. Unos nobles venidos a menos, sin propiedades que administrar y que a menudo no sabían leer y escribir, pero cuyo título nobiliario bastaba para que sus gestas fueran más honorables. La injusticia de estas actitudes chocaba frontalmente con lo que ella entendía por gallardía y nobleza de espíritu, y con los relatos y novelas que poblaban las estanterías de la biblioteca.

Leo no había alcanzado aún el rango de capitán, pero en su círculo de amistades muchos le llamaban ya así jocosamente. Era un gran soldado y extremadamente popular, razón por la cual muchos le mostraron su apoyo ante la desgracia sufrida por su hermano. Fendrel no era muy querido entre las tropas, a menudo era demasiado áspero y les acusaba de no saber defenderse y hacer su trabajo más difícil, pero era muy respetado por su capacidad. Todos sabían que los heridos graves tenían más posibilidades si eran tratados por él. A ello contribuían los conocimientos adquiridos de su padre y una gran dedicación al estudio, aunque otras malas lenguas hablaban de su afición por artes oscuras. Leo comentó estos rumores con un bufido y una risotada en cierta ocasión, evidentemente desvistiéndolos de toda credibilidad. Y sin embargo…

Fendrel fue encarcelado bajo graves acusaciones. Para su desesperación, Elya no consiguió que nadie le explicara ni tan siquiera los rumores detrás de las mismas. Los más cercanos de entre sus allegados les evitaban con miradas compasivas e incluso temerosas. Leo no volvió a aparecer por el hogar familiar y Cynric no servía de ayuda en absoluto, como cabía esperar. Elya intuía que algo siniestro se ocultaba tras todo aquel asunto, pero la confirmación no llegó sino un mes más tarde. Súbitamente, Leo fue ascendido a capitán y enviado con un grupo reducido de compañeros a eliminar una banda de peligrosos delincuentes. Hasta ahí todo entraría dentro de la normalidad, salvo por un par de pequeños detalles. Contra toda lógica y precedente, Cynric formaba parte del grupo de soldados. No era, como más tarde pudo demostrarse, una misión apta para un novato sin experiencia. El segundo detalle es que ningún caballero formaba parte de la expedición. Si bien los delincuentes operaban dentro de la ciudad, su base se encontraba a las afueras. Habitualmente estas salidas eran lideradas por caballeros y hombres de armas, que contaban con más habilidad y medios para acorralar y derrotar no sólo a bandidos sino a los frecuentes monstruos que merodean los alrededores de Rostow. Como último dato, del que Elya tuvo conocimiento casi de refilón en el rito de incineración de sus hermanos al ser cuchicheado por otros sargentos situados cerca de ella, los bandidos no parecieron en absoluto sorprendidos al verse atacados por el contingente etranio. Más bien todo lo contrario. Algo huele a podrido en este asunto, fue lo último que oyó susurrar antes de que el sacerdote impusiera silencio con su mirada severa. El escalofrío que le recorrió la espalda la dejó tiritando hasta el fin de la ceremonia.

Si la muerte de su madre años antes había hecho más taciturno a su padre, la muerte de sus hermanos le arrebató el resto de alicientes y energías. Abandonó el cuidado del huerto, aunque pasaba allí las horas muertas con la mirada perdida en el vacío. Dejaba intacta la comida que Elya se esforzaba por preparar, y no hablaba con nadie ni salía de la casa salvo que ella le obligase a hacerlo acompañándole a pasear. Su vara de zahorí quedó olvidada en un rincón, y las plantas sin clasificar acumuladas sobre la mesa de trabajo. Sin ingresos de ningún tipo, pronto se agotó el crédito que algunos mercaderes más compasivos quisieron darles. Elya buscó trabajo en los tablones de anuncios y entre el vecindario pero, tal y como había predicho su padre, saber leer y escribir no bastaba para comer. Con las hierbas más raras y caras pudieron pagar un par de alquileres más, pero sabía que la situación era insostenible. Los esfuerzos por hablar con su padre resultaban infructuosos. Tal vez fuera la necesidad de llevar las riendas lo que le hizo sobrellevar la pérdida sin caer en la misma profunda depresión que le afectaba a él. O tal vez fuera que, después de todo, su carácter se asemejaba más al de sus hermanos de lo que ella pensaba. Sea como fuere, no cejó en su empeño por más que el desenlace se cerniera, inevitable, ante ellos. Al final, fue más simple de lo que había imaginado.

Ya había oscurecido ese día cuando llegó a casa después de haber estado pelando patatas y cociendo verduras toda la tarde para la cocina de una de las posadas de Rostow, que había tenido una súbita afluencia de clientes venidos del exterior. Para su sorpresa, el fuego estaba encendido y una olla colgaba humeante sobre el brasero. Su padre revolvía el contenido con una larga cuchara de madera y apenas se volvió al oírla entrar.

- Debes estar cansada. He preparado una sopa, ahí tienes un cuenco.

Elya no dijo nada. Acarició la espalda de su padre, emocionada, y tomó el cuenco humeante de sus manos para sentarse en silencio a la mesa y sorberlo poco a poco. Estaba realmente agotada y su mente parecía estancada e incapaz de pensar. Por primera vez desde la muerte de sus hermanos alguien hacía algo por ella, y sintió una opresión creciente en el pecho mientras se esforzaba en contener las lágrimas. Quizás se debiera a eso que no sacase las conclusiones apropiadas. Tras darle un beso en la mejilla, se retiró a descansar.

Por la mañana la olla seguía colgada del gancho sobre el hogar, pero las brasas se habían extinguido. Había dos cuencos vacíos sobre la mesa, uno de ellos con restos casi secos en el fondo. Elya lo miró largo rato y notó cómo se erizaban todos y cada uno de los diminutos vellos en su nuca. Con delicadeza, lo tomó y se lo llevó a la cara. El olor era sutil pero inconfundible. Volvió a posarlo en la mesa y se sentó en el banco, inmóvil. No era necesario que saliera corriendo. Los efectos eran rápidos y devastadores.

***

Resulta curioso las pocas cosas que uno puede acabar acumulando en diecisiete años de vida. Todo lo que Elya sacó de su antiguo hogar fueron recuerdos, y con ellos y su voluntad amuebló todas sus esperanzas para el futuro.
Guinevere
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